16 novembro 2006

Borges

Devo a Jorge Luis Borges um post neste blog:
Devo a ele, além do prazer da leitura, uma metáfora que utilizo no livro em preparação, sobre Psicoterapia e Sociedade Contemporânea. No momento em que discuto as características da sociedade globalizada e o contexto cultural da pós-modernidade, é a um de seus mais fantásticos contos - El Aleph - que remeto: .
Transcrevo a seguir segmentos de meu texto e, mais abaixo, a parte do conto em que Borges descreve o Aleph.

Na condição pós-moderna ganha ainda mais força a idéia de que “tudo que é sólido desmancha no ar”, a célebre expressão de Marx para definir os tempos modernos. Vivemos num mundo em que a lógica da produção e distribuição das mercadorias está calcada na ênfase na instantaneidade e descartabilidade. O bombardeio de estímulos, através da propaganda e da multiplicação das imagens, da cultura do simulacro, leva a uma verdadeira sobrecarga sensorial. A volatilidade e a efemeridade dificultam igualmente a manutenção do senso de continuidade. O encolhimento do espaço por meio do tempo se faz através das tecnologias de transmissão de imagens e informação, mas também pela maior facilidade de deslocamento concreto de pessoas e mercadorias. Como conseqüência geral desse processo vive-se uma cultura do ecletismo e da mistura, podendo-se ter acesso simultâneo, principalmente nos centros urbanos, a hábitos alimentares, práticas religiosas, e manifestações artísticas de culturas as mais diversas. É hoje possível conhecer o mundo através dos simulacros, e estar em toda parte ao mesmo tempo.

A criação da rede de televisão CNN¸ e a subseqüente popularização das redes de tv a cabo, adquire significação histórica a partir dessa óptica. Graças aos satélites e à transmissão por fibras óticas, o espaço deixa de ser aquilo que impede que tudo esteja no mesmo lugar, sujeitando-se ao um confinamento brusco que faz da tela da tv um espaço sem localização. Vivemos, em certa medida, a experiência cotidiana do Aleph, a genial expressão literária da ubiqüidade segundo Jorge Luis Borges: “um dos pontos do espaço que contém todos os pontos [...] o lugar onde estão, sem se confundir, todos os lugares da orbe, vistos de todos os ângulos” (Borges, 1989a, p. 623).

Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato, empieza aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo trance prodigan los emblemas: para significar la divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas partes y las circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel de cuatro caras que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al Sur. (No en vano rememoro esas inconcebibles analogías; alguna relación tienen con el Aleph.) Quizá los dioses no me negarían el hallazgo de una imagen equivalente, pero este informe quedaría contaminado de literatura, de falsedad. Por lo demás, el problema central es irresoluble: La enumeración, si quiera parcial, de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré.
En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Frey Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer de pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemont Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplicaban sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osadura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi propia sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.
Sentí infinita veneración, infinita lástima.

Clique aqui para ler o conto na íntegra.


2 comentários:

Anônimo disse...

Caro Ercy:

se vc está escrevendo algo que tem a ver com a sociedade contemporânea, vale a pena dar uma olhada na obra de Zygmunt Bauman, se é que vc já não fez isso. Caso vc não tenha ainda se aproximado desse autor, recomendo "Globalização - As conseqüências humanas" e "Modernidade líquida". O clássico livro de Bermann "Tudo que é sólido desmancha no ar", continua interessante, principalmente por analisar o caráter autofágico da modernidade.
Já com relação aos pós-modernos, todo o cuidado é pouco. Academia na área de humanas e sociais é o locus do delírio e da insanidde mental, hoje totalmente aparelhado por gente que pensa a sociedade em valores vigorantes no século XVIII.
Agora mesmo a UFSC é uma das entidades patrocinadoras das "Jornadas bolivarianas". Estamos regressando a passos largos para o passado.

abs

aluizio amorim

Ercy Soar disse...

Aluizio,
conheço, sim, o trabalho do Bauman, e o menciono no meu texto, embora não seja uma das referências principais. Conheço melhor e me remeto com maior frequencia a Anthony Giddens.
O conceito de "pós-modernidade" continua sendo interessante pra se referir mais propriamente aos aspectos da cultura contemporânea, e aos impactos da globalização sobre a identidade.
Postarei outros segmentos do futuro livro, já que conto com um interlocutor!!!
Gde abraço,
Ercy